Creí que ya no había nada más por hacer. Que mi camino había llegado hasta aquí, sin sorpresas nuevas, sin dirección clara. Esa idea me dejó quieto, casi inmóvil, dudando del siguiente paso.
Pero entonces algo pasó. Una luz amarilla tocó mis hojas y me sorprendió, como si el amanecer me dijera: “aún hay más”.
El frío me sacó lágrimas que no esperaba, lágrimas de alivio, de cansancio, de entender que seguía vivo.
Así empecé a hablar. Y el páramo me respondió, no con palabras, sino con un silencio que escuché por dentro.
Me quedé pensando, de verdad pensando, en lo que había cargado… y en lo que aún podía construir.
Miré hacia adelante. La cumbre seguía ahí, paciente. Respiré hondo.
Y puse un pie en marcha.
Muchos de nosotros venimos de ciudades pequeñas o medianas, de lugares donde la rutina marcaba los días. Pero siempre existió un contacto con el campo, ya fuera en las visitas de fin de semana o en los primeros años de vida. En ese momento no entendíamos el valor real de lo que veíamos, pero más adelante todo cobra sentido.
Con el tiempo aprendimos a reconocer el esfuerzo, el trabajo y la importancia de quienes viven y cuidan esos territorios. Esas rutas tempranas, sencillas o rurales, nos formaron. Nos enseñaron a respetar el terreno, a observar mejor y a entender por qué caminar estos lugares implica responsabilidad. Todo lo recorrido hasta ahora nos preparó para lo que viene.
Nuestro camino existe para cuidar y respetar el páramo y los territorios que nos sostienen. Caminamos despacio, con intención, aprendiendo del clima, del terreno y de las personas que lo habitan. Cada salida es una oportunidad para entender mejor de dónde viene el agua, qué está en riesgo y qué podemos hacer para protegerlo.
Sabemos que este camino no es solo nuestro. Queremos que más personas se sumen, con sus propias historias y ritmos, para que la cumbre siga siendo un lugar vivo. Imaginamos un futuro en el que quienes visitan el páramo lo hagan con respeto y conciencia, y en el que cada paso deje más cuidado que huella.
El páramo es el punto donde el camino cambia. No es solo un destino: es un espacio que exige respeto y atención. Aquí el clima, el terreno y la vida tienen sus propias reglas, y entenderlas es parte del recorrido. La cumbre no se mide por altura, sino por la capacidad de reconocer lo que este lugar representa.
Llegar hasta aquí implica asumir un rol activo en su cuidado. Cada paso debe ser consciente, porque estos ecosistemas son frágiles y esenciales. La cumbre nos recuerda por qué vale la pena proteger estos espacios y por qué debemos mantenerlos vivos para quienes vendrán después.
“En mi primera subida no sabía nada, pero llevaba un termo que me salvó del frío. Desde entonces entendí que caminar preparado no es lujo, es respeto por el camino.”
“La vez que usé mi gorra en la cumbre me di cuenta de que esos pequeños detalles importan. No solo me protegió del sol: me hizo sentir parte del lugar.”
“Un amigo llevaba una camiseta con un diseño del páramo. No dijo nada, pero bastó verla para recordar por qué venimos aquí: para cuidarlo.”
“Después de una caminata larga, probé una bebida de La Pinta y todo fluyó diferente. El grupo se unió más, y la conversación giró alrededor de lo que significa estar aquí.”
“Muchos cargan objetos sin pensarlo, pero cada uno cuenta una historia. Mi termo, por ejemplo, siempre me recuerda que el agua empieza en estos lugares.”
“Caminando entendí que no se trata de llegar rápido. Se trata de quién te acompaña, lo que llevas contigo y lo que decides proteger en cada paso.”
Si quieres seguir el camino, compartir tus experiencias o conocer más sobre lo que hacemos, aquí puedes encontrarnos:
La cumbre es nuestra casa.